miércoles, 2 de diciembre de 2009

El histórico "arrivederci" en la fraternidad entre fe y arte





HERMANOS Y HERMANAS EN CRISTO:


Encuentro de Benedicto XVI con los artistas en la Capilla Sixtina para relanzar la amistad, el diálogo y la colaboración

Anunciadores y testigos de esperanza para la humanidad



A fin de "renovar la amistad de la Iglesia con el mundo del arte", el Papa celebró el sábado 21 de noviembre, por la mañana, un encuentro con artistas de los cinco continentes. Así reiteró el llamamiento que hizo Pablo VI en su histórica audiencia, en el mismo lugar, hace cuarenta y cinco años. Publicamos seguidamente la traducción del discurso de Benedicto XVI.

Señores cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; ilustres artistas; señoras y señores:
Con gran alegría os acojo en este lugar solemne y rico de arte y de recuerdos. A todos y cada uno dirijo mi cordial saludo, y os agradezco que hayáis aceptado mi invitación. Con este encuentro deseo expresar y renovar la amistad de la Iglesia con el mundo del arte, una amistad consolidada en el tiempo, puesto que el cristianismo, desde sus orígenes, ha comprendido bien el valor de las artes y ha utilizado sabiamente sus multiformes lenguajes para comunicar su mensaje inmutable de salvación. Es preciso promover y sostener continuamente esta amistad, para que sea auténtica y fecunda, adecuada a los tiempos y tenga en cuenta las situaciones y los cambios sociales y culturales. Este es el motivo de nuestra cita. Agradezco de corazón a monseñor Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio para la cultura y de la Comisión pontificia para los bienes culturales de la Iglesia, que lo haya promovido y preparado, junto con sus colaboradores, y le agradezco también las palabras que me acaba de dirigir. Saludo a los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a las ilustres personalidades presentes. Doy las gracias también a la Capilla musical pontificia Sixtina que acompaña este significativo momento. Los protagonistas de este encuentro sois vosotros, queridos e ilustres artistas, pertenecientes a países, culturas y religiones distintas, quizá también alejados de las experiencias religiosas, pero deseosos de mantener viva una comunicación con la Iglesia católica y de no reducir los horizontes de la existencia a la mera materialidad, a una visión limitada y banal. Vosotros representáis al variado mundo de las artes y, precisamente por esto, a través de vosotros quiero hacer llegar a todos los artistas mi invitación a la amistad, al diálogo y a la colaboración.
Algunas circunstancias significativas enriquecen este momento. Recordamos el décimo aniversario de la Carta a los artistas de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II. Por primera vez, en la víspera del gran jubileo del año 2000, este Romano Pontífice, también él artista, escribió directamente a los artistas con la solemnidad de un documento papal y el tono amistoso de una conversación entre "los que -como reza el encabezamiento- con apasionada entrega buscan nuevas "epifanías" de la belleza". El mismo Papa, hace veinticinco años, había proclamado patrono de los artistas al beato Angélico, presentándolo como un modelo de perfecta sintonía entre fe y arte. Pienso también en el 7 de mayo de 1964, hace cuarenta y cinco años, cuando en este mismo lugar se realizaba un acontecimiento histórico, que el Papa Pablo VI deseó intensamente para reafirmar la amistad entre la Iglesia y las artes. Las palabras que pronunció en aquella circunstancia siguen resonando hoy bajo la bóveda de esta Capilla Sixtina, tocando el corazón y el intelecto. "Os necesitamos -dijo-. Nuestro ministerio necesita vuestra colaboración. Porque, como sabéis, nuestro ministerio es predicar y hacer accesible y comprensible, más aún, conmovedor, el mundo del espíritu, de lo invisible, de lo inefable, de Dios. Y en esta operación... vosotros sois maestros. Es vuestro oficio, vuestra misión; y vuestro arte consiste en descubrir los tesoros del cielo del espíritu y revestirlos de palabra, de colores, de formas, de accesibilidad" (Insegnamenti ii, [1964], 313). La estima de Pablo VI por los artistas era tan grande que lo impulsó a formular expresiones realmente atrevidas: "Si nos faltara vuestra ayuda -proseguía-, el ministerio sería balbuciente e inseguro y necesitaría hacer un esfuerzo, diríamos, para ser él mismo artístico, es más, para ser profético. Para alcanzar la fuerza de expresión lírica de la belleza intuitiva, necesitaría hacer coincidir el sacerdocio con el arte" (ib., 314). En esa circunstancia, Pablo VI asumió el compromiso de "restablecer la amistad entre la Iglesia y los artistas", y les pidió que aceptaran y compartieran ese compromiso, analizando con seriedad y objetividad los motivos que habían turbado esa relación, y asumiendo cada uno, con valentía y pasión, la responsabilidad de un renovado itinerario de conocimiento y de diálogo, profundo, con vistas a un auténtico "renacimiento" del arte, en el contexto de un nuevo humanismo.
Ese histórico encuentro, como decía, tuvo lugar aquí, en este santuario de fe y de creatividad humana. Por lo tanto, no es una casualidad que nos encontremos precisamente en este lugar, precioso por su arquitectura y por sus dimensiones simbólicas, pero más aún por los frescos que lo hacen inconfundible, comenzando por las obras maestras de Perugino y Botticelli, Ghirlandaio y Cosimo Rosselli, Luca Signorelli y otros, hasta llegar a las Historias del Génesis y al Juicio universal, obras excelsas de Miguel Ángel Buonarroti, que dejó aquí una de las creaciones más extraordinarias de toda la historia del arte. También aquí ha resonado a menudo el lenguaje universal de la música, gracias al genio de grandes músicos, que pusieron su arte al servicio de la liturgia, ayudando al alma a elevarse a Dios. Al mismo tiempo, la Capilla Sixtina es un cofre singular de recuerdos, ya que constituye el escenario, solemne y austero, de acontecimientos que marcan la historia de la Iglesia y de la humanidad. Aquí como sabéis, el Colegio de los cardenales elige al Papa; aquí viví también yo, con trepidación y confianza absoluta en el Señor, el inolvidable momento de mi elección como Sucesor del Apóstol Pedro.
Queridos amigos, dejemos que estos frescos nos hablen hoy, atrayéndonos hacia la meta última de la historia humana. El Juicio universal, que podéis ver majestuoso a mis espaldas, recuerda que la historia de la humanidad es movimiento y ascensión, es tensión inexhausta hacia la plenitud, hacia la felicidad última, hacia un horizonte que siempre supera el presente mientras lo cruza. Pero con su dramatismo, este fresco también nos pone a la vista el peligro de la caída definitiva del hombre, una amenaza que se cierne sobre la humanidad cuando se deja seducir por las fuerzas del mal. El fresco lanza un fuerte grito profético contra el mal, contra toda forma de injusticia. Sin embargo, para los creyentes Cristo resucitado es el camino, la verdad y la vida; para quien lo sigue fielmente es la puerta que introduce en el "cara a cara", en la visión de Dios de la que brota ya sin limitaciones la felicidad plena y definitiva. Miguel Ángel ofrece así a nuestra vista el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin de la historia, y nos invita a recorrer con alegría, valentía y esperanza el itinerario de la vida. Así pues, la dramática belleza de la pintura de Miguel Ángel, con sus colores y sus formas, se hace anuncio de esperanza, invitación apremiante a elevar la mirada hacia el horizonte último. El vínculo profundo entre belleza y esperanza constituía también el núcleo fundamental del sugestivo Mensaje que Pablo VI dirigió a los artistas al clausurar el concilio ecuménico Vaticano ii, el 8 de diciembre de 1965: "A todos vosotros -proclamó solemnemente- la Iglesia del Concilio dice por nuestra voz: si sois los amigos del arte verdadero, vosotros sois nuestros amigos" (Concilio Vaticano ii. Constituciones. Decretos. Declaraciones, bac 1968, p. 841). Y añadió: "Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, es lo que pone la alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une las generaciones y las hace comunicarse en la admiración. Y todo ello por vuestras manos... Recordad que sois los guardianes de la belleza en el mundo" (ib.).
Lamentablemente, el momento actual no sólo está marcado por fenómenos negativos a nivel social y económico, sino también por una esperanza cada vez más débil, por cierta desconfianza en las relaciones humanas, de manera que aumentan los signos de resignación, de agresividad y de desesperación. Además, el mundo en que vivimos corre el riesgo de cambiar su rostro a causa de la acción no siempre sensata del hombre, que, en lugar de cultivar su belleza, explota sin conciencia los recursos del planeta en beneficio de pocos y a menudo daña sus maravillas naturales. ¿Qué puede volver a dar entusiasmo y confianza, qué puede alentar al espíritu humano a encontrar de nuevo el camino, a levantar la mirada hacia el horizonte, a soñar con una vida digna de su vocación, sino la belleza? Vosotros, queridos artistas, sabéis bien que la experiencia de la belleza, de la belleza auténtica, no efímera ni superficial, no es algo accesorio o secundario en la búsqueda del sentido y de la felicidad, porque esa experiencia no aleja de la realidad, sino, al contrario, lleva a una confrontación abierta con la vida diaria, para liberarla de la oscuridad y trasfigurarla, a fin de hacerla luminosa y bella.
Una función esencial de la verdadera belleza, que ya puso de relieve Platón, consiste en dar al hombre una saludable "sacudida", que lo hace salir de sí mismo, lo arranca de la resignación, del acomodamiento del día a día e incluso lo hace sufrir, como un dardo que lo hiere, pero precisamente de este modo lo "despierta" y le vuelve a abrir los ojos del corazón y de la mente, dándole alas e impulsándolo hacia lo alto. La expresión de Dostoievski que voy a citar es sin duda atrevida y paradójica, pero invita a reflexionar: "La humanidad puede vivir -dice- sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero nunca podría vivir sin la belleza, porque ya no habría motivo para estar en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí". En la misma línea dice el pintor Georges Braque: "El arte está hecho para turbar, mientras que la ciencia tranquiliza". La belleza impresiona, pero precisamente así recuerda al hombre su destino último, lo pone de nuevo en marcha, lo llena de nueva esperanza, le da la valentía para vivir a fondo el don único de la existencia. La búsqueda de la belleza de la que hablo, evidentemente no consiste en una fuga hacia lo irracional o en el mero estetismo.
Con demasiada frecuencia, sin embargo, la belleza que se promociona es ilusoria y falaz, superficial y deslumbrante hasta el aturdimiento y, en lugar de hacer que los hombres salgan de sí mismos y se abran a horizontes de verdadera libertad atrayéndolos hacia lo alto, los encierra en sí mismos y los hace todavía más esclavos, privados de esperanza y de alegría. Se trata de una belleza seductora pero hipócrita, que vuelve a despertar el afán, la voluntad de poder, de poseer, de dominar al otro, y que se trasforma, muy pronto, en lo contrario, asumiendo los rostros de la obscenidad, de la trasgresión o de la provocación fin en sí misma. La belleza auténtica, en cambio, abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de ir hacia el Otro, hacia el más allá. Si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos, redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de captar el sentido profundo de nuestra existencia, el Misterio del que formamos parte y que nos puede dar la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso diario. Juan Pablo II, en la Carta a los artistas, cita al respecto este verso de un poeta polaco, Cyprian Norwid: "La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo; el trabajo, para resurgir" (n. 3). Y más adelante añade: "En cuanto búsqueda de la belleza, fruto de una imaginación que va más allá de lo cotidiano, es por su naturaleza una especie de llamada al Misterio. Incluso cuando escudriña las profundidades más oscuras del alma o los aspectos más desconcertantes del mal, el artista se hace, de algún modo, voz de la expectativa universal de redención" (n. 10). Y en la conclusión afirma: "La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente" (n. 16).
Estas últimas expresiones nos impulsan a dar un paso adelante en nuestra reflexión. La belleza, desde la que se manifiesta en el cosmos y en la naturaleza hasta la que se expresa mediante las creaciones artísticas, precisamente por su característica de abrir y ensanchar los horizontes de la conciencia humana, de remitirla más allá de sí misma, de hacer que se asome a la inmensidad del Infinito, puede convertirse en un camino hacia lo trascendente, hacia el Misterio último, hacia Dios. El arte, en todas sus expresiones, cuando se confronta con los grandes interrogantes de la existencia, con los temas fundamentales de los que deriva el sentido de la vida, puede asumir un valor religioso y transformarse en un camino de profunda reflexión interior y de espiritualidad. Una prueba de esta afinidad, de esta sintonía entre el camino de fe y el itinerario artístico, es el número incalculable de obras de arte que tienen como protagonistas a los personajes, las historias, los símbolos de esa inmensa reserva de "figuras" -en sentido lato- que es la Biblia, la Sagrada Escritura. Las grandes narraciones bíblicas, los temas, las imágenes, las parábolas han inspirado innumerables obras maestras en todos los sectores de las artes, y han hablado al corazón de todas las generaciones de creyentes mediante las obras de la artesanía y del arte local, no menos elocuentes y cautivadoras.
A este propósito se habla de una via pulchritudinis, un camino de la belleza que constituye al mismo tiempo un recorrido artístico, estético, y un itinerario de fe, de búsqueda teológica. El teólogo Hans Urs von Balthasar abre su gran obra titulada "Gloria. Una estética teológica" con estas sugestivas expresiones: "Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza es la última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien, y su indisociable unión" (Gloria. Una estética teológica, Ediciones Encuentro, Madrid 1985, p. 22) . Observa también: "Es la belleza desinteresada sin la cual no sabía entenderse a sí mismo el mundo antiguo, pero que se ha despedido sigilosamente y de puntillas del mundo moderno de los intereses, abandonándolo a su avidez y a su tristeza. Es la belleza que tampoco es ya apreciada ni protegida por la religión" (ib.). Y concluye: "De aquel cuyo semblante se crispa ante la sola mención de su nombre -pues para él la belleza sólo es chuchería exótica del pasado burgués- podemos asegurar que, abierta o tácitamente, ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amar" (ib.). Por lo tanto, el camino de la belleza nos lleva a reconocer el Todo en el fragmento, el Infinito en lo finito, a Dios en la historia de la humanidad.
Simone Weil escribía al respecto: "En todo lo que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de la belleza está realmente la presencia de Dios. Existe casi una especie de encarnación de Dios en el mundo, cuyo signo es la belleza. Lo bello es la prueba experimental de que la encarnación es posible. Por esto todo arte de primer orden es, por su esencia, religioso". La afirmación de Hermann Hesse es todavía más icástica: "Arte significa: dentro de cada cosa mostrar a Dios". Haciéndose eco de las palabras del Papa Pablo VI, el siervo de Dios Juan Pablo II reafirmó el deseo de la Iglesia de renovar el diálogo y la colaboración con los artistas: "Para transmitir el mensaje que Cristo le ha encomendado, la Iglesia necesita del arte" (Carta a los artistas, 12); pero preguntaba a continuación: "¿El arte tiene necesidad de la Iglesia?", invitando de este modo a los artistas a volver a encontrar en la experiencia religiosa, en la revelación cristiana y en el "gran código" que es la Biblia una fuente renovada y motivada de inspiración.
Queridos artistas, ya para concluir, también yo quiero dirigiros, como mi predecesor, un llamamiento cordial, amistoso y apasionado. Vosotros sois los guardianes de la belleza; gracias a vuestro talento, tenéis la posibilidad de hablar al corazón de la humanidad, de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y esperanzas, de ensanchar los horizontes del conocimiento y del compromiso humano. Por eso, sed agradecidos por los dones recibidos y plenamente conscientes de la gran responsabilidad de comunicar la belleza, de hacer comunicar en la belleza y mediante la belleza. Sed también vosotros, mediante vuestro arte, anunciadores y testigos de esperanza para la humanidad. Y no tengáis miedo de confrontaros con la fuente primera y última de la belleza, de dialogar con los creyentes, con quienes como vosotros se sienten peregrinos en el mundo y en la historia hacia la Belleza infinita. La fe no quita nada a vuestro genio, a vuestro arte, más aún, los exalta y los alimenta, los alienta a cruzar el umbral y a contemplar con mirada fascinada y conmovida la meta última y definitiva, el sol sin ocaso que ilumina y embellece el presente.
San Agustín, cantor enamorado de la belleza, reflexionando sobre el destino último del hombre y casi comentando ante litteram la escena del Juicio que hoy tenéis delante de vuestros ojos, escribía: "Gozaremos, por tanto, hermanos, de una visión que los ojos nunca contemplaron, que los oídos nunca oyeron, que la fantasía nunca imaginó: una visión que supera todas las bellezas terrenas, la del oro, la de la plata, la de los bosques y los campos, la del mar y el cielo, la del sol y la luna, la de las estrellas y los ángeles; la razón es la siguiente: que esta es la fuente de todas las demás bellezas" (In Ep. Jo. Tr. 4, 5: PL 35, 2008). Queridos artistas, os deseo a todos que llevéis en vuestros ojos, en vuestras manos, en vuestro corazón esta visión, para que os dé alegría e inspire siempre vuestras obras bellas. A la vez que os bendigo de corazón, os saludo, como ya hizo Pablo VI, con una sola palabra: ¡Hasta la vista!
(En francés)
Me alegra saludar a todos los artistas presentes. Queridos amigos, os animo a descubrir y a expresar cada día mejor, mediante la belleza de vuestras obras, el misterio de Dios y el misterio del hombre. Que Dios os bendiga.
(En inglés)
Queridos amigos, gracias por vuestra presencia hoy aquí. Que la belleza que expresáis mediante los talentos recibidos del Señor impulse siempre los corazones de otros a dar gloria al Creador, fuente de todo lo bueno. Que Dios os bendiga a todos.
(En alemán)
Queridos amigos, os saludo de todo corazón. Con vuestro talento artístico, en cierto sentido hacéis visible la obra de la creación de Dios. El Señor, que quiere estar cerca de nosotros en la belleza, os colme con su espíritu de amor. Que Dios os bendiga a todos.
(En español)
Saludo cordialmente a los artistas que participan en este encuentro. Queridos amigos, os animo a fomentar el sentido y las manifestaciones de la hermosura en la creación. Que Dios os bendiga. Muchas gracias.
VIDEO DE LA VIDA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI








El histórico "arrivederci" en la fraternidad entre fe y arte


Con un caluroso aplauso, largo y cerrado, al término del discurso del Papa, cerca de doscientos cincuenta artistas expresaron su propia experiencia del encuentro que concluía en la Capilla Sixtina. Con la luz de la mañana, el 21 de noviembre, ante el Juicio universal de Miguel Ángel, pintores, escultores, arquitectos, cantantes, compositores, directores de cine, actores, músicos, bailarines: hombres y mujeres de todos los rincones del planeta se reunieron para escuchar a Benedicto XVI. Se renovó así el diálogo amistoso que el 7 de mayo de 1964 había entablado el Papa Giovanni Battista Montini en este mismo cenáculo de los artistas y para los artistas. Y Benedicto XVI hizo suyas las palabras del siervo de Dios Pablo VI, que resonaron de nuevo como una invitación al diálogo: "Os necesitamos. Nuestro ministerio tiene necesidad de vuestra colaboración".
El encuentro del Papa con los artistas se enmarca en la secular tradición de amistad entre la Iglesia, la cultura y el arte. De hecho, una composición del maestro Giovanni Pierluigi de Palestrina, Domine, quando veneris, ejecutada por la Capilla musical pontificia Sixtina, abrió la cita, dando paso a la lectura -en labios del actor y director italiano Sergio Castellito- de algunos pasajes de la Carta a los artistas, firmada por Juan Pablo II el 4 de abril de 1999. Asimismo el arzobispo Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio para la cultura y de la Comisión pontificia para los bienes culturales de la Iglesia, procuró que en sus palabras de saludo al Romano Pontífice, resonara la Carta del Papa Wojtyla y el histórico encuentro con Pablo VI. A continuación Benedicto XVI se dirigió personalmente a los artistas con su discurso. Antes de finalizar el encuentro, impartió la bendición apostólica y se despidió, mientras sonaba el Veni dilecte mi de Palestrina.
En nombre del Papa, el arzobispo Ravasi hizo entrega a cada participante de una medalla conmemorativa.
Entre los artistas presentes se hallaban el músico Ennio Morricone, los cantantes Plácido Domingo y Andrea Bocelli, los directores de cine Franco Zefirelliy Giuseppe Tornatore, el arquitecto Santiago Calatrava, el escultor Venancio Blanco, el actor y productor de cine Eduardo Verástegui y los actores Terence Hill e Irene Papas.
Acudieron al encuentro los cardenales Giovanni Lajolo, Paul Poupard y Francesco Marchisano; los arzobispos Fernando Filoni, sustituto de la Secretaría de Estado; Dominique Mamberti, secretario para las Relaciones con los Estados; Mauro Piacenza, secretario de la Congregación para el clero; Claudio Maria Celli, presidente del Consejo pontificio para las comunicaciones sociales; y el profesor Antonio Paolucci, director de los Museos Vaticanos. Acompañaban al Papa el arzobispo James Michael Harvey, prefecto de la Casa pontificia, y el obispo regente, Paolo De Nicolò.
Tras la audiencia con Benedicto XVI, monseñor Ravasi saludó a los artistas en los Museos Vaticanos, subrayando la importancia de la palabra "arrivederci" ("hasta la vista") -pronunciada por el Papa al despedirse, igual que había hecho Pablo VI-: es "sobre todo un compromiso para vosotros y para mí". "Veremos si es posible celebrar algún encuentro más, tal vez de nuevo con el Papa", apuntó el prelado. Considera que ese "arrivederci" se debe entender en particular como el inicio de un nuevo diálogo basado en la fraternidad entre la fe y el arte, "que existe no porque el arte deba ser apologética de la fe, sino porque el arte, por su naturaleza, tiende a romper el pequeño y limitado esquema de moldes que son finitos, y a representar lo eterno e infinito". "Por esto, de ahora en adelante quisiéramos reforzar esta solidaridad entre nosotros, que buscamos lo trascendente denominándolo Dios, y vosotros, que buscáis lo trascendente por otro camino. Juntos tal vez podríamos hacer algo", sugirió monseñor Ravasi, además de apuntar la posible presencia de la Santa Sede con un pabellón propio en la Bienal de Venecia.
La víspera, decenas de artistas se dieron cita en una velada preliminar, también promovida por el dicasterio para la cultura, con no pocas anécdotas, como la que protagonizó el estadounidense Bill Viola al fotografiar la Capilla Sixtina con su teléfono móvil. Se cuenta entre los grandes artistas del ámbito visual y en sus obras emplea tecnologías avanzadísimas para garantizar la calidad absoluta de la imagen. Esta vez, a golpe de "clic", atrapaba obras maestras en su pequeña pantalla, como hacen los muchachos que contemplan absortos por primera vez los frescos de Miguel Ángel. Otros genios creadores, tras un rápido vistazo a las obras de sus colegas expuestas en los Museos Vaticanos, se centraron en sus propias conversaciones sobre la perspectiva del encuentro con el Papa. Daba la impresión de que se sentían como en casa en un Estado -el Vaticano- casi por completo hecho de monumentos, museos y jardines. Para algunos, su presencia era necesidad, como es el caso de Kengiro Azuma, quien explicaba a algunos visitantes de excepción el sentido de sus obras plasmadas a finales de los años sesenta para un convento franciscano de Sión y que, rechazadas por los religiosos, fueron acogidas en la colección de los Museos Vaticanos por voluntad de Pablo VI. Los músicos se mantenían un poco aparte, intercambiando impresiones, como los compositores italianos Marcello Panni y Fabio Vacchi.







Una nueva alianza


La cercanía entre la Iglesia y el arte es antigua. Casi como la tradición cristiana a la cual las diversas expresiones artísticas están históricamente vinculadas más que a cualquier otro mundo religioso. Y sin embargo esta proximidad, madurada ya en la antigüedad tardía, se atenuó en el decurso del siglo xix, hasta convertirse frecuentemente en lejanía en el siglo XX y hoy todavía más, cuando la belleza desinteresada "se ha despedido sigilosamente y de puntillas del mundo moderno de los intereses", como observaba Hans Urs von Balthasar, citado por Benedicto XVI ante los artistas reunidos en la Capilla Sixtina.
En el mismo lugar donde Pablo VI propuso en 1964 a los artistas relanzar una alianza que había dado frutos duraderos durante casi veinte siglos, su actual sucesor ha invitado de nuevo a hombres y mujeres del arte -de países, culturas y religiones diversas, "quizá también alejados de las experiencias religiosas, pero deseosos de mantener viva una comunicación con la Iglesia católica"- a la amistad, al diálogo y a la colaboración. Renovando la invitación en un lugar cargado de símbolos como la Sixtina, donde resonó y a menudo resuena la música al servicio de la liturgia, o sea, de Dios, la "fuente de todas las demás bellezas" vislumbrada por san Agustín.
Tras las huellas de su predecesor Juan Pablo II -"también él artista", que quiso dirigir un solemne documento papal a los artistas- y con la misma apertura mostrada por Pablo VI, sin desconocer las dificultades actuales, el Papa ha vuelto a proponer la alianza de otro tiempo: "Os necesitamos", pues si "sois los amigos del arte verdadero, sois nuestros amigos". Palabras contenidas en el mensaje del concilio Vaticano II a los artistas. Sí, porque la belleza, como la verdad, infunde alegría en el corazón de los hombres. Y, por lo tanto, vale la pena una alianza entre los guardianes de la belleza y cuantos, en la humilde cotidianidad, están llamados a testimoniar y a servir a la verdad.

g. m. v.







Discurso del Papa a los profesores y estudiantes de las universidades católicas y los ateneos romanos pontificios

Una nueva síntesis humanística
para superar la brecha entre fe y cultura



Promover una "nueva síntesis humanista" para superar la brecha entre fe y cultura, en una sociedad donde es "necesario abrirse a la "sabiduría" que viene del Evangelio". Así se expresó Benedicto XVI mientras encomendaba una tarea concreta a los profesores y estudiantes de los ateneos pontificios romanos y de las universidades católicas, a los que recibió en audiencia el jueves 19 de noviembre por la mañana en el aula Pablo VI. Al comienzo del encuentro el cardenal Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la educación católica, en sus palabras de saludo, afirmó que el encuentro con el Papa "constituye uno de los momentos más significativos del año académico para los ateneos romanos". Al mismo tiempo recordó que al comenzar un nuevo año las universidades católicas han renovado "el compromiso de trabajar juntas con el fin de formar al hombre que busca la Verdad, introduciéndolo en los diversos grados de la sabiduría que tiene su raíz en Cristo". El cardenal prefecto de la Congregación para la educación católica también hizo referencia a la presencia en el aula de los participantes en la xxiii asamblea de la Federación internacional de universidades católicas (fiuc), que tuvo lugar en Roma, en la sede de la Pontificia Universidad Gregoriana, del 16 al 20 de noviembre, una cita programada para el pasado mes de julio en Honduras, pero que se suspendió $\y se postergó debido a la situación que atravesaba ese país. La participación conjunta de los dos grupos se debió a la celebración del 30 ° aniversario de la constitución apostólica "Sapientia christiana", promulgada el 15 de abril de 1979 por el siervo de Dios Juan Pablo II, y el 60 ° del reconocimiento por parte de la Santa Sede del Estatuto de la Federación internacional de universidades católicas. Los participantes en la audiencia, mientras esperaban a Benedicto XVI, animaron el encuentro con un momento de oración: el rezo de la Hora Tercia y cantos ejecutados por el coro del Instituto pontificio de música sacra y del Pontificio Colegio germánico-húngaro. Publicamos a continuación el discurso del Papa.

Señores cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; ilustres rectores, autoridades académicas y profesores; queridos estudiantes; hermanos y hermanas:
Con alegría os recibo y os doy las gracias por haber acudido ad Petri Sedem, para que os confirme en vuestra importante y comprometida tarea de la enseñanza, el estudio y la investigación al servicio de la Iglesia y de toda la sociedad. Agradezco de corazón al cardenal Zenon Grocholewski las palabras que me ha dirigido al introducir este encuentro, en el que recordamos dos aniversarios especiales: el 30° aniversario de la constitución apostólica Sapientia christiana, promulgada el 15 de abril de 1979 por el siervo de Dios Juan Pablo II, y el 60° del reconocimiento por parte de la Santa Sede del Estatuto de la Federación internacional de universidades católicas (fiuc).
Me complace recordar junto con vosotros estos significativos aniversarios, que me brindan la ocasión para poner una vez más de relieve el papel insustituible de las facultades eclesiásticas y las universidades católicas en la Iglesia y en la sociedad. El concilio Vaticano ii ya lo había subrayado en la declaración Gravissimum educationis, que exhortaba a las facultades eclesiásticas a investigar más a fondo los diferentes campos de las ciencias sagradas, para llegar a un conocimiento cada vez más profundo de la Revelación, descubrir más plenamente el patrimonio de la sabiduría cristiana, favorecer el diálogo ecuménico e interreligioso, y responder a los problemas suscitados en ámbito cultural (cf. n. 11). Ese mismo documento conciliar recomendaba promover las universidades católicas, distribuyéndolas en las distintas regiones del mundo y, sobre todo, cuidando su nivel de calidad para formar personas que destaquen por el saber, preparadas para ser testigos de su fe en el mundo y para desempeñar cargos de responsabilidad en la sociedad (cf. n. 10). La invitación del Concilio encontró un amplio eco en la Iglesia. De hecho, existen más de mil trescientas universidades católicas y cerca de cuatrocientas facultades eclesiásticas, esparcidas por todos los continentes, muchas de las cuales han surgido en las últimas décadas, atestiguando la creciente atención de las Iglesias particulares a la formación de los eclesiásticos y los laicos en la cultura y la investigación.
La constitución apostólica Sapientia christiana, desde sus primeras expresiones, destaca la urgencia, todavía actual, de superar la brecha existente entre fe y cultura, invitando a un compromiso mayor de evangelización, con la firme convicción de que la Revelación cristiana es una fuerza transformadora, destinada a impregnar los modos de pensar, los criterios de juicio y las normas de acción. Es capaz de iluminar, purificar y renovar las costumbres de los hombres y sus culturas (cf. Proemio, i) y debe constituir el punto central de la enseñanza y la investigación, como también el horizonte que ilumina la naturaleza y las finalidades de toda facultad eclesiástica. Desde esta perspectiva, se subraya el deber de los estudiosos de las disciplinas sagradas de alcanzar, con la investigación teológica, un conocimiento más profundo de la verdad revelada, a la vez que se alienta a aumentar los contactos con los demás campos del saber, para un diálogo fructífero, que dé sobre todo una valiosa contribución a la misión que la Iglesia está llamada a llevar a cabo en el mundo. Treinta años después, las líneas de fondo de la constitución apostólica Sapientia christiana conservan toda su actualidad. Más aún, en la sociedad actual, en la que el conocimiento es cada vez más especializado y sectorial, pero está profundamente marcado por el relativismo, resulta aún más necesario abrirse a la "sabiduría" que viene del Evangelio. El hombre es incapaz de comprenderse plenamente a sí mismo y al mundo sin Jesucristo: sólo él ilumina su verdadera dignidad, su vocación, su destino último, y abre el corazón a una esperanza sólida y duradera.
Queridos amigos, vuestro compromiso de servir a la verdad que Dios nos ha revelado participa de la misión evangelizadora que Cristo ha encomendado a la Iglesia: por lo tanto, es un servicio eclesial. Sapientia christiana cita, al respecto, la conclusión del Evangelio según san Mateo: "Id, pues, y haced discípulos míos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a practicar todo cuanto os he mandado" (Mt 28, 19-20). Es importante para todos, profesores y estudiantes, no perder nunca de vista la finalidad que se busca: ser instrumento para el anuncio evangélico. Los años de los estudios eclesiásticos superiores se pueden comparar con la experiencia que los Apóstoles vivieron con Jesús: estando con él comprendieron la verdad, para anunciarla después por doquier. Al mismo tiempo es importante recordar que el estudio de las ciencias sagradas nunca se debe separar de la oración, de la unión con Dios, de la contemplación -como he recordado en las recientes catequesis sobre la teología monástica medieval-; de lo contrario se corre el riesgo de que las reflexiones sobre los misterios divinos se conviertan en un vano ejercicio intelectual. Toda ciencia sagrada, en el fondo, remite a la "ciencia de los santos", a su intuición de los misterios del Dios vivo, a la sabiduría, que es don del Espíritu Santo, y que es alma de la "fides quaerens intellectum" (cf. Audiencia general, 21 de octubre de 2009).
La Federación internacional de universidades católicas (fiuc) nació en 1924 por iniciativa de algunos rectores, y la Santa Sede la reconoció 25 años después. Queridos rectores de las universidades católicas, el 60° aniversario de la erección canónica de vuestra Federación es una magnífica ocasión para hacer balance de la actividad desarrollada y para trazar las directrices de los compromisos futuros.
Celebrar un aniversario consiste en dar gracias a Dios, que ha guiado nuestros pasos, pero también en tomar de la propia historia nuevo impulso para renovar la voluntad de servir a la Iglesia. En este sentido, vuestro lema también es un programa para el futuro de la Federación: "Sciat ut serviat", saber para servir. En una cultura que manifiesta una "falta de sabiduría, de reflexión, de pensamiento capaz de elaborar una síntesis orientadora" (Caritas in veritate, 31), las universidades católicas, fieles a su identidad que valora la inspiración cristiana como un elemento relevante, están llamadas a promover una "nueva síntesis humanística" (ib., 21), un saber que sea "sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros principios y de su fin último" (ib., 30), un saber iluminado por la fe.
Queridos amigos, vuestro servicio es muy valioso para la misión de la Iglesia. Os deseo sinceramente lo mejor a todos para el año académico que acaba de comenzar y para el pleno éxito del Congreso de la fiuc, y os encomiendo a cada uno y las instituciones que representáis a la protección materna de María santísima, Sede de la Sabiduría, y de buen grado os imparto a todos la bendición apostólica.







Catequesis del Santo Padre en la audiencia general del miércoles 25 de noviembre

El amor trinitario
modelo de las relaciones humanas



Queridos hermanos y hermanas:
En estas audiencias de los miércoles estoy presentando algunas figuras ejemplares de creyentes que se han esforzado por mostrar la concordia entre la razón y la fe y por testimoniar con su vida el anuncio del Evangelio. Hoy quiero hablaros de Hugo y Ricardo de San Víctor. Ambos se cuentan entre los filósofos y teólogos conocidos con el nombre de Victorinos, porque vivieron y enseñaron en la abadía de San Víctor, en París, fundada a principios del siglo xii por Guillermo de Champeaux. Este último fue un maestro famoso, que consiguió dar a su abadía una sólida identidad cultural. De hecho, en San Víctor se inauguró una escuela para la formación de los monjes, abierta también a estudiantes externos, donde se realizó una feliz síntesis entre las dos formas de hacer teología, de las que ya hablé en catequesis anteriores: es decir, la teología monástica, orientada más a la contemplación de los misterios de la fe en la Escritura, y la teología escolástica, que utilizaba la razón para tratar de escrutar esos misterios con métodos innovadores, de crear un sistema teológico.
De la vida de Hugo de San Víctor tenemos pocas noticias. Son inciertos la fecha y el lugar de su nacimiento: quizá en Sajonia o en Flandes. Se sabe que, llegado a París -la capital europea de la cultura de la época-, pasó el resto de sus años en la abadía de San Víctor, donde primero fue discípulo y después maestro. Ya antes de su muerte, acontecida en 1141, alcanzó gran notoriedad y estima, hasta el punto de ser llamado un "segundo san Agustín". En efecto, como san Agustín, meditó mucho sobre la relación entre fe y razón, entre ciencias profanas y teología. Según Hugo de San Víctor, todas las ciencias, además de ser útiles para la comprensión de las Escrituras, tienen un valor en sí mismas y deben cultivarse para aumentar el saber del hombre, como también para corresponder a su anhelo de conocer la verdad. Esta sana curiosidad intelectual lo indujo a recomendar a los estudiantes que no apagaran nunca el deseo de aprender, y en su tratado de metodología del saber y de pedagogía, titulado significativamente Didascalicon (sobre la enseñanza), recomendaba: "Aprende gustoso de todos lo que no sabes. El más sabio de todos será quien haya querido aprender algo de todos. Quien recibe algo de todos, acaba por ser el más rico de todos" (Eruditiones Didascalicae, 3, 14: PL 176, 774).
La ciencia de la que se ocupan los filósofos y los teólogos llamados Victorinos es especialmente la teología, que requiere ante todo el estudio amoroso de la Sagrada Escritura. Para conocer a Dios no se puede menos de partir de lo que Dios mismo ha querido revelar de sí a través de las Escrituras. En este sentido, Hugo de San Víctor es un representante típico de la teología monástica, totalmente fundada en la exégesis bíblica. Para interpretar la Escritura propone la tradicional articulación patrístico-medieval, es decir, ante todo el sentido histórico-literal; después, el alegórico y anagógico; y, por último, el moral. Se trata de cuatro dimensiones del sentido de la Escritura, que redescubrimos también hoy, por las cuales se ve que en el texto y en la narración ofrecida se esconde una indicación más profunda: el hilo de la fe, que nos conduce hacia lo alto y nos guía en esta tierra, enseñándonos cómo vivir. Con todo, aun respetando estas cuatro dimensiones del sentido de la Escritura, de modo original respecto a sus contemporáneos, insiste -y esto es una novedad- en la importancia del sentido histórico-literal.
En otras palabras, antes de descubrir el valor simbólico, las dimensiones más profundas del texto bíblico, es necesario conocer y profundizar el significado de la historia narrada en la Escritura: de lo contrario -advierte con una comparación eficaz- se corre el riesgo de ser como los estudiosos de gramática que ignoran el alfabeto. A quien conoce el sentido de la historia descrita en la Biblia, las vicisitudes humanas se presentan marcadas por la divina Providencia, según un designio bien ordenado. Así, para Hugo de San Víctor, la historia no es el resultado de un destino ciego o de una casualidad absurda, como podría parecer. Al contrario, en la historia humana actúa el Espíritu Santo, que suscita un maravilloso diálogo de los hombres con Dios, su amigo. Esta visión teológica de la historia pone de relieve la intervención sorprendente y salvífica de Dios, que realmente entra y actúa en la historia, casi se convierte en parte de nuestra historia, pero siempre salvaguardando y respetando la libertad y la responsabilidad del hombre.
Para nuestro autor, el estudio de la Sagrada Escritura y de su significado histórico-literal hace posible la teología verdadera, es decir, la explicación sistemática de las verdades, conocer su estructura, la explicación de los dogmas de la fe, que presenta en sólida síntesis en el tratado De Sacramentis christianae fidei (Los sacramentos de la fe cristiana), donde se encuentra, entre otras cosas, una definición de "sacramento" que, perfeccionada después por otros teólogos, contiene rasgos aún hoy muy interesantes. "El sacramento -escribe- es un elemento corpóreo o material propuesto de forma externa y sensible, que representa con su parecido una gracia invisible y espiritual, la significa, porque con este fin ha sido instituido, y la contiene, porque es capaz de santificar" (9, 2: PL 176, 317). Por una parte, la visibilidad en el símbolo, la "corporeidad" del don de Dios, en el que, sin embargo, por otra parte, se esconde la gracia divina que proviene de una historia: Jesucristo mismo creó los símbolos fundamentales. Tres son, por tanto, los elementos que concurren a definir un sacramento, según Hugo de San Víctor: la institución por parte de Cristo, la comunicación de la gracia, y la analogía entre el elemento visible, material, y el elemento invisible, que son los dones divinos. Se trata de una visión muy cercana a la sensibilidad contemporánea, porque los sacramentos se presentan con un lenguaje lleno de símbolos e imágenes capaces de hablar inmediatamente al corazón de los hombres. Es importante también hoy que los animadores litúrgicos, y de modo especial los sacerdotes, valoren con sabiduría pastoral los signos propios de los ritos sacramentales -la visibilidad y tangibilidad de la Gracia- cuidando con esmero su catequesis, para que todos los fieles vivan cada celebración de los sacramentos con devoción, intensidad y alegría espiritual.
Un discípulo digno de Hugo de San Víctor es Ricardo, procedente de Escocia. Fue prior de la abadía de San Víctor de 1162 a 1173, año de su muerte. También Ricardo, naturalmente, asigna un papel fundamental al estudio de la Biblia pero, a diferencia de su maestro, privilegia el sentido alegórico, el significado simbólico de la Escritura con el que, por ejemplo, interpreta la figura veterotestamentaria de Benjamín, hijo de Jacob, como símbolo de la contemplación y cumbre de la vida espiritual. Ricardo trata este tema en dos textos, Benjamín menor y Benjamín mayor, en los que propone a los fieles un camino espiritual que invita ante todo a practicar las diversas virtudes, aprendiendo a disciplinar y a ordenar con la razón los sentimientos y los movimientos interiores afectivos y emotivos. Sólo cuando el hombre ha alcanzado equilibrio y madurez humana en este campo, está preparado para acceder a la contemplación, que Ricardo define como "una mirada profunda y pura del alma dirigida a las maravillas de la sabiduría, asociada a un sentido estático de asombro y de admiración" (Benjamin Maior 1, 4: PL 196, 67).
La contemplación es, por tanto, el punto de llegada, el resultado de un arduo camino, que implica el diálogo entre la fe y la razón, es decir -una vez más- un discurso teológico. La teología parte de las verdades que son objeto de la fe, pero trata de profundizar su conocimiento con el uso de la razón, apropiándose del don de la fe. Esta aplicación del razonamiento a la comprensión de la fe se practica de modo convincente en la obra maestra de Ricardo, uno de los grandes libros de la historia, el De Trinitate (La Trinidad). En los seis libros que lo componen reflexiona con agudeza sobre el Misterio de Dios uno y trino. Según nuestro autor, dado que Dios es amor, la única sustancia divina conlleva comunicación, oblación y amor entre dos Personas, el Padre y el Hijo, que se encuentran entre sí con un intercambio eterno de amor. Pero la perfección de la felicidad y de la bondad no admite exclusivismos y cerrazones; al contrario, requiere la presencia eterna de una tercera Persona, el Espíritu Santo. El amor trinitario es participativo, concorde, y conlleva sobreabundancia de delicia, goce de alegría incesante. Es decir, Ricardo supone que Dios es amor, analiza la esencia del amor, qué es lo que implica la realidad llamada amor, llegando así a la Trinidad de las Personas, que es realmente la expresión lógica del hecho de que Dios es amor.
Ricardo, sin embargo, es consciente de que el amor, aunque nos revela la esencia de Dios, aunque nos hace "comprender" el Misterio de la Trinidad, es sólo una analogía para hablar de un Misterio que supera la mente humana, y -al ser poeta y místico- recurre también a otras imágenes. Por ejemplo, compara la divinidad a un río, a una ola amorosa que brota del Padre, fluye y vuelve a fluir en el Hijo, para ser después felizmente derramada en el Espíritu Santo.
Queridos amigos, autores como Hugo y Ricardo de San Víctor elevan nuestra alma a la contemplación de las realidades divinas. Al mismo tiempo, la inmensa alegría que nos proporcionan el pensamiento, la admiración y la alabanza de la Santísima Trinidad, funda y sostiene el esfuerzo concreto por inspirarnos en ese modelo perfecto de comunión en el amor para construir nuestras relaciones humanas de cada día. La Trinidad es verdaderamente comunión perfecta. ¡Cómo cambiaría el mundo si en las familias, en las parroquias y en todas las demás comunidades las relaciones se vivieran siguiendo siempre el ejemplo de las tres Personas divinas, cada una de las cuales no sólo vive con la otra, sino también para la otra y en la otra! Lo recordé hace algunos meses en el Ángelus: "Sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y ser amados" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de junio de 2009, p. 11). El amor es lo que realiza este incesante milagro: como en la vida de la Santísima Trinidad, la pluralidad se recompone en unidad, donde todo es complacencia y alegría. Con san Agustín, al que los Victorinos apreciaban tanto, podemos exclamar también nosotros: "Vides Trinitatem, si caritatem vides", "Contemplas la Trinidad, si ves la caridad" (De Trinitate viii, 8, 12).

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