martes, 28 de abril de 2009

Un cuento desde el borde de mi tumba


HELLO MISTERS AND LADYS:

Enfrentarme a la muerte, al miedo a la misma, me ha empujado a aceptar cada uno de los momentos de mi vida como únicos y a no juzgarlos ni ponerlos en una perspectiva de pasado, presente y futuro. Aceptemos que ahora es el único instante que existe y que toda la vida es una sucesión de situaciones que podemos definir como ahora. Vivir cada una plenamente, integrar la experiencia, aprender las lecciones y no lamentarnos ni buscar culpables (en el otro o en nosotros mismos) son actuaciones críticas para ser felices. El problema, más bien el drama, sería darnos cuenta demasiado tarde.

Para ilustrar estos pensamientos y como una maravillosa coincidencia a la que algunos llaman ‘sincronicidad’, un querido amigo me envía un cuento que abunda en lo anterior y que me gustaría compartir en este blog. Ahí va.

'El atasco'

Llegaba tarde. Siempre he sido una persona puntual, y eso me fastidiaba. Pero esta vez no podía culpar a mi mujer. Demasiados papeles a última hora retrasaron mi salida. El funeral debía empezar a las tres de la tarde, y ya eran las tres y cuarto.

Que más da, pensé, pero al recapacitar me di cuenta de que seguro que esta vez todos iban a criticarme. Siempre me vanaglorié de mi extremada, casi patológica, puntualidad. Aunque pensándolo bien, nunca me gustaron los funerales y llegar con la misa un poco avanzada hacía más llevadero el asunto.

¡A quién se le ocurre organizar un entierro a las tres de la tarde un 28 de Junio! Estábamos en pleno centro de Madrid, con un calor asfixiante, embutidos en un atasco monumental y con el ruido ensordecedor de los cláxones. Siempre con prisa, siempre corriendo en una carrera inventada hacia ningún sitio. Subíamos por la calle María de Molina para coger la carretera hacia Burgos. Sólo la música hacía tolerable el lento paso del tiempo en el agobiante atasco. Cuanta más prisa tienes, más grande es el atasco. Ley de Murphy. Y encima, el idiota de delante no paraba de tocar la bocina. Cuarenta y dos grados marcaba el termómetro. La corbata me apretaba el cuello y el traje almidonado olía a nuevo. Vestido para la ocasión. El aire acondicionado del coche no funcionaba. Fue entonces cuando me acordé que me había dejado las llaves de la oficina y me pregunté como entraría cuando llegara. Espero que alguien se quede hasta tarde, pensé.

Carmen, mi mujer, venía con una amiga en el coche de detrás. Pensamos que sería mejor ir en dos coches, pues yo tenía varios asuntos que arreglar una vez terminado el funeral. Además, últimamente las cosas no andaban muy bien entre nosotros y yo en el fondo prefería que fuera con Blanca. Años de incomunicación en los que nuestra relación de cama se limitaba a un lacónico apaga la radio antes de dormirnos, habían hecho mella en los dos. Tan cerca en la cama y en realidad tan distantes. Nuestro matrimonio nos había abocado a una unión funcional y socialmente aparente, en un desierto sentimental.

Había pasado una mala noche. Me encontraba raro. Tenía un pensamiento acelerado y esta noche los sueños me perturbaron. Mi pensamiento funcionaba a saltos. Apenas me concentraba en algo más de unos pocos minutos y pasaba a otro asunto. Últimamente esto cada vez me ocurría con más frecuencia. Mi pensamiento fluía rápido con picos de ansiedad al recordar asuntos estresantes. Mezclaba recuerdos, con tareas pendientes, sentimientos y deseos. El diálogo con otra persona me ayudaba a ordenar mis ideas y evitar esta entropía mental. Pero ahora estaba sólo en el coche y un brusco frenazo me transportó de nuevo al desesperante atasco. En la radio sonaba una canción de Lorena McKennitt, llamada “The mystic’s dream”. Era como un cuento de brujas, o un aquelarre. La música celta siempre me transportaba a un estado de semifelicidad, disfrutando de su belleza y de la capacidad de evasión que te proporciona.

Por fin, enfilamos la carretera de Burgos, para tomar la salida hacia la Iglesia donde teníamos el funeral. Me puse más filosófico y medité sobre qué había sido de mi vida. Una carrera acelerada hacia ningún sitio. Movido por la ambición y sobre todo por la vanidad. El estúpido reconocimiento y admiración de los demás me había encandilado. Disfrutaba impresionando a los demás. La absurda importancia de las apariencias. Pero todos esos que un día te admiraron, no me apoyaron en los momentos bajos. Amigos de cera, que se derretían cuando más los necesitabas. Sólo nos pusimos metas materiales, y una vez conseguidas, no aportando suficiente satisfacción, había que ponerse otras. Sin ninguna necesidad. Sólo para poder continuar, para poder mirar hacia delante. Nunca paramos a disfrutar de lo conseguido. Marcábamos nuevas metas, mirábamos hacia adelante, hacía ningún sitio. Nunca disfruté de mi soledad, de la meditación, de mis amigos, de mi intimidad y de mi entorno. Recordaba el pasado y planeaba el futuro, pero nunca disfrutaba del presente, de la realidad. Todo lo hacía por alguna meta. No puedes parar. Nunca paré a pensar por qué lo hacía. Ansiedad permanente generada por ésta insatisfacción. Una vida absolutamente egocéntrica, y sin la satisfacción de lo hecho. Orgullo, hipocresía, engaño, egoísmo. Amar para gozar, pero nunca tolerar el sufrimiento por amor. No habíamos encontrado nuestra sombra. Siempre pensé que Dios me había abandonado el día que mi padre murió en ese absurdo accidente.

Y me di cuenta de mi mediocridad

¿Y cuál había sido mi misión en la vida? ¿Había aportado algo?, ¿mi granito de arena a la civilización? Me di cuenta de mi mediocridad. No fui capaz de crear nada, sino sólo de repetir lo que otros hicieron y pensaron. Los valores materiales por encima de todo. Qué absurdo. Tarde o temprano te das cuenta de las cosas que realmente tienen importancia en la vida. La loca carrera sin freno en pos de poseer más y más, de cuando tienes un buen coche no estar satisfecho porque ya quieres uno mejor, llevaba sin duda a una insatisfacción constante. Solo el tiempo te enseña los verdaderos valores de la vida. El amor, la amistad, la vida, la música, la belleza, el arte, la naturaleza, el sexo con intimidad. Pero, esta absurda vorágine y carrera acelerada por la que hemos desperdiciado la vida, no nos había aportado nada. Buscábamos siempre el reconocimiento externo, la vanidad había sido el motor de nuestras vidas. Desear lo ajeno, la envidia, la insatisfacción constante.

Y el tiempo se me iba. Pero a partir de ahora todo iba a ser diferente. Esta última noche me había permitido recapacitar y reordenar mi escala de valores. Había hecho un firme propósito de enmienda. Por fin creía haber encontrado la fórmula que me dará la paz interior y a partir de ahora cambiaría completamente.

Estábamos llegando a la iglesia. En su parroquia se celebraba la misa funeral. Olía a incienso quemado y sonaba canto gregoriano. Me pareció que todos me miraban al entrar en la iglesia. Creía poder reconocer en cada una de las miradas su pensamiento. Todos parecían tener prisa, pero a mí esta vez la misa se me hizo más corta.

Acabada la ceremonia unos pocos, viejos amigos y familiares, nos fuimos al cementerio. No hubo sollozos. El cura dió la última bendición. Breve. Quise añadir unas palabras, pero ésta vez no pude. Luego todos nos iríamos a nuestros quehaceres, y nos olvidaríamos rápidamente del difunto tras este trámite. Un mecanismo de defensa para evitar el sufrimiento de la mente. No puede ser de otra forma. La rueda por la que pasamos todos, sin excepción.

El cementerio fue quedándose vacío. Yo permanecía en él.

Solo entonces me di cuenta. No podía moverme, oía como caía la tierra sobre mi cabeza. El cemento de los albañiles. El tiempo se me había acabado. Me había quedado sólo. El invitado de piedra era yo. Y entonces, empezó el silencio.

GUERRILLERO VALENCIANO

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